La dignidad de los Vogler

El 30 de julio de 2007 murió Ingmar Bergman, uno de mis directores de cine preferidos.

Cuando muere un artista, un verdadero hacedor de sueños, muere algo en la humanidad. El “canal” que estaba abierto para él se ha cerrado definitivamente. Ya no habrá más Bergman. Lo hecho, hecho está. Nos queda, sin embargo, mucho de él: su mirada y sus sueños. Casi siempre pesadillas.

Este artículo lo escribí hace muchos años, después de otros tantos de ver casi a diario su película, El Mago.

Aún no he logrado descubrir todo lo que se esconde en la cinta. Me quedan muchos detalles, significados ocultos y sensaciones que captar y analizar. Con Bergman uno nunca acaba de absorber todos los sentidos porque su visión estaba en un plano al que es difícil acceder. Puede que ningún hombre haya mantenido una relación tan estrecha con la muerte. Hasta jugó una partida de ajedrez con ella. Y por supuesto, la perdió.

LA DIGNIDAD DE LOS VOGLER

El rostro. El mago. Un carromato recorre entre la niebla un sendero agreste. Alrededor, un bosque impenetrable habitado por fantasmas que buscan compartir confidencias. “¿Quiere saber qué se siente estando muerto, señor?” El comienzo de la película El Mago de Ingmar Bergman es un tropiezo con la muerte, una llamada desde el más allá. Un actor moribundo pide auxilio desde las profundidades del bosque. Es un ser grotesco y desaliñado que anhela librarse de todo lo superficial. Cuando Vogler se adentra en el bosque para atender su llamada, cruza una estrecha franja de agua, oscura y humeante como la laguna Estigia y penetra en el mundo de los muertos. En el suelo, arrojado por el mundo como un despojo encuentra al actor Spegel.

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Vogler sólo sonríe dos veces en la película. Una, es cuando el actor que ansía la pureza sobre todas las cosas le pregunta por qué va disfrazado. Vogler siente verdadero afecto por el moribundo desde el primer momento en que se ven. ¿Por qué? Porque Spegel es la conciencia de Vogler, su deseo de ser sincero consigo mismo y con el mundo. Representa su aspiración de crear, sin artificios, una ficción real.

Spegel agoniza en el carromato. Vogler le mira atentamente, lleno de curiosidad mientras la muerte lo va invadiendo. “Mantendré mi rostro abierto a su curiosidad” dice Spegel. Pero Vogler conoce muy bien lo que es estar muerto. Hace tiempo que él atravesó esa frontera misteriosa donde se produce una escisión irreparable. La muerte de Vogler fue una muerte silenciosa, apenas perceptible, pero el paisaje que ha dejado a su paso es aterrador. Vogler ha sido destruido por un exceso de racionalidad, por un viento cuerdo que estancó sus ilusiones. Él sabe mejor que nadie lo que ha perdido. Algo más preciado que la vida: La ilusión de vivir. Antes, interactuaba con los sueños, obligaba a la materia a transformarse en emociones, forjaba elásticos los sentidos… Algo pasó. No sabemos si fue un hecho puntual o si fue el tiempo quien le arrebató su don, pero cuando le conocemos es un hombre acabado que arrastra, muy a su pesar, la gloria del héroe que fue.

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El vacío que soporta es tan grande que se ha hecho sustancia. Es un peso muerto que le arrastra hacia un futuro sin incentivos. Y desde ese presente tiránico e ineludible, el recuerdo de ese tiempo remoto y mítico, que no puede olvidar porque es la razón de ser de todo su existir, afronta los días y las noches que son oscuras y pobladas de fantasmas. Vogler podría vivir del pasado, de la gloria alcanzada, pero su dignidad le impide abandonarse. Prefiere un castigo a la vista de todos, la humillación antes que aparentar que aún tiene un dialogo con lo sublime. No puede engañarse a sí mismo, por tanto no desea engañar a nadie. A Vogler sólo le sirven las verdades enteras. La oscuridad que le oprime es un reflejo del esplendor pasado y viendo su rostro llegamos a concebir la magnitud de lo que fue su poder. Su pena es tan honda, tan desgarradora que incluso ha prescindido del artificio de las palabras. Como mago, sabe que éstas son la primera aproximación al encantamiento. Si hablase se hundiría en el hueco sin fondo que el sonido de su voz pondría de manifiesto. El silencio le protege de perder la imagen de su propio recuerdo. Es por tanto un silencio ritual.

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Su vida transcurre en un mundo yermo donde domina la racionalidad, donde la magia es cosa de charlatanes y embaucadores. Como tal le tratan y como tal se deja tratar porque su perdida es para él un castigo y no le importa que otros digan en voz alta lo que él piensa. Los otros representan esa voz que ha nacido de él. Los otros sólo existen porque él lo permite. Y si se deja humillar es porque sabe que la única forma de resucitar es rebelarse contra la verdad de los otros.

Lo más curioso es que a pesar de que el resto del mundo está ahí, nadie significa nada para los Vogler. El resto de los personajes de El Mago, son burdos, elementales, miserables. Unos, los que representan la racionalidad, la visión científica, la clase dominante, resultan ser seres vacíos, necesitados de una verdadera pasión. Están condenados dentro de sus palacios, dentro de sus relaciones, dentro de sus creencias. Su altivez es sólo una máscara, como la que lleva Vogler, pero en su caso esta máscara oculta una necesidad despiadada de creer en algo. Su insatisfacción es agresiva. Con su poder, desearían despojar a Vogler de su desesperación y hacerse dueños de ella para así saber lo que se siente al sentir.

El otro grupo, el de los sirvientes, es incluso más patético. Son animalillos alegres e indefensos que sólo piensan en comer y fornicar. Alegres y asustadizos viven fuera del misterio, de la cognición. Sienten pero no piensan. Son el reverso de sus señores. Hacen aspavientos, se dejan vencer por sortilegios y pócimas con una facilidad pasmosa. Son manipulables, blandos, básicos. Viven al calor de la cocina, del heno, de cuchicheos y coqueteos risibles. Los Vogler son para ellos seres poco fiables. Con su olfato rústico pueden percibir el halo de misterio que los sostiene. Saben que son distintos. Distintos a ellos mismos, a sus señores, a todo lo que han conocido y conocerán. Cuando se marchan, les observan con ojos recelosos, con cierto alivio.

Estos dos grupos tan distintos y a la vez tan iguales son una muestra del mundo. Pero la sensación que tenemos es que Vogler es el único hombre y Manda, la única mujer. El resto se divide en criaturas sin alas y mamíferos de sangre caliente. Por eso el problema de Vogler parece insoluble desde fuera. No hay nadie capaz de ofrecerle una solución. Sea cual sea la respuesta, no viene de los vivos. El muerto Spegel es el único que parece poder influir en su misteriosa existencia. Él, sin proponérselo siquiera, ofrece la oportunidad para que algo cambie. Spegel es un fantasma enternecedor, sufriente como todos los fantasmas y vuelve para quejarse de que Dios jamás le utilizó. Se siente inútil. Ha muerto sin dar todo lo que él creía llevar dentro, lleno de esperanzas, lleno de ganas de ser, de dar, abrumado por la necesidad de ser visto. No hay nada más triste que un actor invisible. “Siempre, dice Spegel, quise tener un cuchillo que pusiera a la vista mis vísceras”

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Vogler sólo se estremece ante Spegel. Él es el único que le hace sonreír y también el único que le produce compasión. Su encuentro no es casual. Bergman opina que todo lo innecesario es erróneo y su filmografía recorre lo inevitable, lo esencial desde un ángulo estético que se convierte en Ser. Utilizando la peculiaridad y un estilo inalienable es capaz de crear universales. Sus personajes son únicos y sin embargo encierran el misterio de lo inexpresable en su mirar, en su hablar y en su decir. Su actuar parece configurarse en un lugar eterno, más grande que ellos mismos. Están habitados por la inmensidad y la derrochan como si fuera detalle, cotidianeidad. A esa forma de crear personajes e historias se la conoce como mitología. Trascender un papel, dejar abierta la posibilidad de lo inexpresable en un diálogo escueto o demorarse en un acto consciente en el que pueden observarse los hilos de eternidad que lo sostienen es heroico. Bergman es capaz de materializar el infinito misterio que envuelve la existencia humana poniendo delante de nuestros ojos seres atravesados por la enfermedad de la consciencia. Sus personajes son seres sin principio ni fin. Lo más destacable es que parecen habitar un espacio más real, más sublime que el nuestro. Su ficción compite con el espectro de nuestra realidad y al verles mirar hacia el horizonte presentimos la magnitud de lo que encierran sus perfiles.

Con Bergman nunca sabes lo que estás viendo. Crees que comprendes algo, lo sospechas, escuchas hablar a los personajes, pero sabes que nada de eso es lo esencial. Lo esencial escapa entre lo que se observa y lo que se intuye. Hay que hacer algo, no sé qué exactamente, para poder apreciar lo que se agita bajo la superficie. Pero cuando somos capaces de llegar a ese estado necesario, lo que se nos muestra es siempre algo atemporal, mítico. Bergman apela al mito, a eso que nunca ha ocurrido pero es verdad.

Por otro lado sabe retratar como nadie el absurdo. Sus películas nos ofrecen la posibilidad de ser selectivos, de aislar lo genial y apartarlo sin asco del conjunto. Lo que hiere nuestro gusto no es un defecto del realizador, sino una necesidad vital. Como en la vida, lo feo y lo mediocre son necesarios para resaltar lo bello y lo extraordinario. En ocasiones hay que pasar por alto el histrionismo de la representación y ver bajo los símbolos. La estupidez del ayudante de Vogler es verdadera estupidez, y como tal la sentimos. No sólo nos muestra que es un necio, nos hace detestar la osadía con que el personaje habita su estado de necedad.

Nadie excepto Manda, la esposa de Vogler, que le acompaña vestida de muchacho, conoce el secreto de El Mago. Ella es quien mantiene viva la esperanza, es el vínculo entre su pasado glorioso y el presente marchito. Es paciente, hermosa, reservada. Gesta en su seno, como si se tratara de un embarazo, la idea del antiguo Vogler. Conserva en su mirada el pasado glorioso de él y cada vez que la mira, él ve reflejado su destino. Porque la fe de ella en el poder de su marido es absoluta. Ella es quien deja abierta la posibilidad de cambio, la que, con su fe, acaba devolviendo a Vogler la conciencia de sus propios sueños.

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El Mago es, como casi todas las películas de Bergman, un sueño que nos ayuda a soñar, a conectar con lo invisible, a sospechar lo que no alcanzamos a formular conscientemente. El suyo es un trabajo de traducción. Sus películas recopilan el álbum familiar de lo onírico del hombre del siglo XX.

 

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