Ayn Rand

Mi filosofía, en esencia, es el concepto del hombre como ser heroico que tiene como propósito moral alcanzar su propia felicidad, como actividad más noble su rendimiento productivo, y como único absoluto, la razón.

Ayn Rand

Nuestro primer Aristo invitado es Ayn Rand. Es imposible hacer honor a su obra y su pensamiento en las líneas que conforman un artículo. De hecho, hay decenas de libros y ensayos que analizan su trabajo en profundidad y ni siquiera ellos ofrecen una visión completa. Pero mi intención no es escribir un ensayo académico, sino interesar al lector, abrirle el apetito, despertar su curiosidad. Luego, cada cual, dependiendo de sus intereses y gustos podrá continuar su propia investigación para aprovechar como mejor le convenga, lo que este Aristo tiene que ofrecernos.

Lo primero que hay que destacar de Ayn Rand es que es escritora y filósofa y que ninguna de estas dos facetas pueden separarse, porque sus novelas se sustentan en lo que ella llama su “sentido de la vida” o su filosofía de vida. Para ella, este sentido de la vida es lo más importante que poseemos porque es lo que va a dirigir nuestros pensamientos, nuestras decisiones y metas. Su filosofía de vida es original, valiente, intransigente, individualista, exultante.

Rand nació en St Petersburgo, Rusia, en 1905. Su familia y ella vivieron los estragos de la primera guerra mundial y la revolución Bolchevique y sufrieron hasta los límites el horror del totalitarismo comunista: el aplastamiento del individuo, la prohibición de pensar por uno mismo, de vivir para uno mismo, de crear para uno mismo, así como el forzoso sometimiento a la miseria y el sacrificio que se exigía del individuo a favor del Estado. Cuando desembarcó en Estados Unidos, poco antes del crack de 1929, llegó a un lugar con el que llevaba soñando desde niña, un lugar donde el individuo y su felicidad eran la meta. Leer la Declaración de Independencia, donde se exponían el derecho del individuo a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” fue para ella una revelación. Ese era su sitio en el mundo, donde sus héroes podían vivir y crecer, donde podían expandirse y alcanzar los límites que sus capacidades les permitieran. Cuando después del crack del 29, América comenzó a jugar con la idea del comunismo, ella fue la primera en salir a la calle para declarar lo que había vivido y evitar que la lejanía, que siempre tiende a idealizar, y un absoluto desconocimiento de la realidad del comunismo, destruyeran las bases de la verdadera libertad. Nadie sabía mejor que Rand lo que un sistema totalitario podía hacer con el individuo. Para ella, el hombre es el rey del mundo, el único dueño y señor de todo lo que existe. Nada está por encima de eso. Esa exuberante y lúcida idea de lo que debía ser el hombre la había formulado antes otro admirador del heroísmo, Nietzsche.

Rand descubrió en Nietzsche un espíritu afín. Fue él quien la ayudó a reafirmarse en lo que ya sentía, quien alimentó y dio forma a sus primeros intentos de definir su filosofía de vida. Aunque más tarde Rand se apartó de sus ideas por considerarlo demasiado irracional, Nietzsche fue la fuente de la que ella, como casi todos los que creemos en el hombre heroico, bebió.

Y es que para Rand la razón es el arma, herramienta y poder supremo del hombre. Sus héroes son hombres con una mente lúcida y poderosa. Una mente sostenida por un sistema de valores intransigente con la desesperanza, la apatía y la conformidad. Sus libros, tanto las novelas como los ensayos, presentan de forma rotunda todo por lo que merece la pena vivir, así como los atributos que definen al hombre ideal: seguridad en uno mismo, tener una misión, poseer un sistema de valores propio, fuerza, valentía, coraje… Todos estos valores conforman la filosofía de Ayn Rand, a la que llamó Objetivismo y que ella resume en la cita que abre el artículo.

Su capacidad de admirar es una de las virtudes que más admiro en ella. Hay mucha gente que cree que admirar es sinónimo de humildad, de servilismo. Se equivocan. Admirar es sinónimo de disfrutar, de entusiasmarse. José Antonio Marina, nuestro próximo Aristo, y una de las mentes más geniales y alegres de nuestro tiempo, nos recuerda en un magnífico artículo sobre la admiración, que en lengua francesa esta palabra posee todavía un matiz que ya ha desaparecido en castellano: “Sentimiento de alegría y ensanchamiento del espíritu ante lo que se juzga excelente”. Y continúa: “La admiración es el reconocimiento de lo superior, sin envidia, ni mezquindad. Y ese sentimiento me parece absolutamente necesario para el progreso de una sociedad. Una sociedad incapaz de admirar, que se enroca en un desdén universal, que sospecha de todo lo bueno que observa, carece de modelos que emular, es ciega para la grandeza, y lo más probable es que se hunda en un desprecio generalizado y suicida. Por supuesto, si la admiración se dirige a quien no lo merece, a personajillos inflados por la fama, no es un sentimiento bien ajustado y cooperará a la confusión. Ya sabemos que los sentimientos pueden ser inteligentes o estúpidos.” Yo no lo habría explicado mejor.

Pues bien, Rand sabía admirar. Sabía reconocer lo excelente. Un ejemplo curioso de su capacidad de admiración queda patente en el hecho de que a pesar de que ella no fue muy agraciada físicamente, admiraba la belleza hasta el punto de que cuando veía una mujer hermosa enseguida se sentía atraída por ella en sentido estético. Se la aproximaba con agrado, con satisfacción, sin envidia, incluso se sentía predispuesta a que le cayera bien. Rand creía que la belleza exterior era un signo de belleza interior. Le hacía feliz ver feliz a la gente, ver que tenían éxito. Creía que así era como debía ser el mundo.

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Para Rand la felicidad y la alegría son los estados naturales del hombre. El dolor y el sufrimiento son pasajeros, vicisitudes a las que no hay que prestar atención y de las que hay que alejarse. Rand iba en contra de la tendencia ideológica de su época. Si echamos un ojo a la mayoría de la literatura del siglo XX vemos que está plagada de seres que viven inmersos en sus neurosis, enfermos de alma y cuerpo, repletos de dudas y miedos. Esta alucinación colectiva es más peligrosa de lo que parece porque ha ocasionado que ser pesimista sea un sinónimo de realista. Y como la realidad es lo que todos tratamos como verdad en un momento de la historia, si una sociedad está compuesta por hombres neuróticos, desencantados e incapaces de creer en sí mismos, aspirar a la grandeza o a la excelencia se convierte en utopía, en una meta imposible. ¿Cómo ha ocurrido esto? Cabe preguntarse. Porque lo cierto es que ni siquiera tenemos suficientes razones para ser tan negativos. El presente es con diferencia mucho más rico, más cómodo y está más lleno de posibilidades que ninguna otra época de la historia.

Por eso da tanta satisfacción encontrarse con los personajes de Rand. No sólo son fascinantes, son mágicos. Me explico. El poder de la ficción es que habla a nuestro inconsciente y nuestro inconsciente es quien tiene el poder. Cuando leemos una novela de Rand lo que experimentamos es una sensación de dominio, de claridad mental, de amplitud. La filosofía de vida de sus personajes se convierte en nuestra realidad. Lo que se llama suspensión de incredulidad es algo así como bajar las barreras y dejar que nos convenzan de que lo que estamos leyendo es real. Leer una novela suya no es sólo un entretenimiento, es un entrenamiento. Ahí reside el poder de la ficción. Ver dramatizado lo heroico nos hace entenderlo, nos acerca a su mecanismo de acción. Porque los personajes de Rand tienen una idea clara de lo que quieren hacer con su vida, son hombres que han construido su propia alma, hombres que poseen una vocación. Su vida y lo que hacen con ella es su religión y confían en que escoger lo mejor, es siempre lo mejor. Leer algo así alimenta el alma.

Comparto con Rand casi todas sus ideas y valores excepto su desprecio por lo religioso, por lo espiritual. Creo que para que su idea de hombre sea completa no debería dejar de lado ciertas necesidades esenciales. Pero todo tiene sentido. Rand creció en un ambiente donde lo religioso era sinónimo de superstición, de servilismo, de humillación. Ella relacionaba lo religioso con lo impuesto, con esas situaciones en las que el hombre no tiene más opción que bajar la cabeza y asentir. Sin embargo, y aunque ella lo negara, su filosofía es un canto a lo religioso. Porque el amor y la devoción que sentía por el hombre era casi tan exaltada como la que un cristiano o un musulmán puede sentir por su dios. Ella se sentía mejor diciendo que Dios no existía, que no le necesitábamos y que todas esas experiencias íntimas con lo inefable eran sólo fantasías. Era una forma de hablar. En realidad hay pocos filósofos, y aún menos escritores, con una idea más religiosa del hombre, con un amor más apasionado y con una dedicación más absoluta que la que Rand otorgó a sus héroes. Y esta devoción queda patente en su lenguaje, en las palabras que utiliza para definir a sus dioses.

Como no podía ser de otra forma, Rand creía que el mejor sistema para que el individuo pudiera desarrollar sus capacidades era el capitalismo. El Estado ideal es aquel que reconoce los derechos del individuo y le trata como ser libre, inteligente y capacitado para dirigir y escoger su propia vida y destino. Rand participó durante toda su vida en mítines y conferencias a favor de un “laissez-faire capitalism”. Quería que supiéramos que el mejor contexto para superarnos y estimular nuestra creatividad e ingenio es una sociedad basada en la oferta y la demanda, donde cada cual puede escoger lo que quiere y rechazar lo que no quiere. Para divulgar su filosofía y sus ideas sobre política, economía, ética, epistemología, metafísica, estética, etc. Rand creó “The Objetivist”, una revista que ella misma fundó y a la que invitaba a pensadores de todos los ámbitos de la sociedad para que contribuyeran con sus ideas. De la revista salieron los ensayos que más tarde se convertirían en su obra de no ficción.

Uno de esos ensayos, para mí el más interesante, es El Manifiesto Romántico. En ese pequeño ensayo, Rand sienta las bases de lo que llama su “psico-epistemología” del arte. Es, como dice el título, un manifiesto sobre lo que debe ser el arte y lo que es para ella.

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Con una lucidez asombrosa señala la diferencia entre el arte naturalista y el romántico. Para ella el Naturalismo es una forma pobre y anti-artística de ver la vida. El Naturalismo pertenece al documental, no al arte, porque lo que hace es narrar las cosas como son, no como deberían ser. El Naturalismo tiene como premisa que el destino del hombre está determinado por fuerzas más allá de su control y que el desastre, la maldad y la infelicidad son la única realidad. Hoy más que nunca se puede ver, como decía antes, lo que ese movimiento nos ofrece: Una idea pesimista y lúgubre de la vida y del hombre; escenarios y situaciones donde los más bajos instintos y sentimientos son expuestos como si eso fuera lo único real, como si la infelicidad, la miseria, las desgracias y lo grotesco fueran el único escenario posible. El Naturalismo presenta el hombre y la vida, dice Rand, como son, el Romanticismo, como debería ser. Eso no quiere decir que en las novelas de Rand todo sea rosa, fácil y feliz. Al contrario. Todo son obstáculos y reveses para el héroe. Lo que Rand quiere decir es que la diferencia entre Naturalismo y Romanticismo radica en que sólo con que se añada a ese sombrío escenario naturalista un personaje con el propósito de destruir, escapar o modificar ese entorno, se crearía una novela Romántica.

Aunque parezca una contradicción, para Rand la misión del arte es mostrar, no enseñar ni educar. Que al leer sus novelas el lector experimente una sensación de poder, de posibilidad, que encuentre sentido a su vida o se le revele con claridad su sistema de valores es, según Rand, una consecuencia derivada de los principios morales que se dramatizan en el libro.

Cuando en 1991 se realizó una encuesta para la Librería del Congreso de Estados Unidos preguntando a los americanos qué libros les habían influido más en su vida, La Rebelión de Atlas fue el segundo después de la Biblia.

Rand escribió dos novelas importantes e imprescindibles para la historia de la humanidad, una es El Manantial, la otra, La Rebelión de Atlas.

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El tema de su primera gran obra de ficción, El Manantial, es “el individualismo frente al colectivismo, no en sentido político sino en el alma del hombre”.

El tema de La Rebelión de Atlas es “el papel de la mente en la vida del hombre”. Su trama: Los hombres que piensan, los que hacen, los que crean, deciden declararse en huelga contra una sociedad altruista y colectivista que lo único que hace es presumir de buenos sentimientos.

La propuesta es magnífica y audaz: ¿Qué pasaría si todas las personas que crean, que contribuyen de forma real y significativa en la sociedad se retiraran del mundo? ¿Qué sería de nosotros si se negaran a compartir su talento? Rand despreciaba el altruismo, casi siempre hipócrita e interesado de la masa, detestaba la voz átona y reivindicativa de los que se creen con derecho a apropiarse del trabajo que otros han hecho alegando que todos somos iguales, cuando es sabido, nos guste o no, que el mundo y lo mejor que hay en él es el trabajo de unos pocos. Lo que Rand puso de manifiesto con La Rebelión de Atlas, fue el derecho del mejor a ser reconocido como el mejor. Nada más. Y nada menos.

El individualismo es el tema principal de Rand. Sus libros, sin embargo, han influido a millones de personas, personas que desde fuera son “masa”, es decir, lo opuesto a ese individualismo. Este maravilloso dato numérico sólo quiere decir una cosa: uno a uno, el hombre siempre quiere mejorar, siempre desea ser único. Pero algo misterioso ocurre cuando ese hombre se sumerge en el pensamiento y hacer general. Es ahí donde pierde su humanidad, su hombría, su heroísmo.

A pesar de su éxito, no fue a la cantidad sino a la calidad a lo que Rand aspiraba. Y eso lo aplicaba también en su vida privada. Frank, su marido, fue el único ser humano a quien aceptó completamente en su universo. Primero estaba Frank, y después el resto del mundo. Ni siquiera quiso tener hijos. Decía que ser una buena madre requería mucho tiempo y que para ser una buena escritora necesitaba todo el tiempo posible. Escogió ser escritora. No hay que olvidar tardó 12 años en escribir su primera novela y 14 años la segunda.

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Rand fue especial en todos los sentidos. Su carácter y sus convicciones eran peculiares, casi extravagantes, siempre comparados con la mayoría claro está. Donde se ve más claramente esa diferencia era en la idea que tenía de la familia. La familia para Rand estaba sobrevalorada. En realidad fue un tema por el que demostró una total indiferencia. Rand no compartía ni entendía ese vínculo incondicional que los otros sentían por sus padres o hermanos, porque para ella la familia no era algo elegido, era sólo una circunstancia en su vida. No tenía nada en contra de ellos, simplemente no sentía que les debiera querer o frecuentar por el simple hecho de haber nacido en la misma casa. Como para Rand elegir era lo más importante, nunca comprendió por qué los otros soportaban y mantenían dentro de sus vidas a personas con las que, de haberse encontrado fuera del contexto familiar, no habrían deseado cruzar una palabra. La idea de lo que llamamos amor incondicional le era ajena. No quería a alguien por siempre y jamás. Las personas de las que se rodeaba no estaban en su vida porque antes hubieran estado. Eso no era razón suficiente para permanecer dentro de su exclusivo círculo. Para ella cada día contaba, cada pensamiento contaba, cada acto contaba. Su ideales no los reservaba para sus libros. Para Rand su vida era sagrada y quería compartirla únicamente con aquellos que valoraran la importancia de mantenerse fresco, alegre, honesto, activo de mente, racional, puro, libre, fuerte… Como es de suponer pasó gran parte de su vida sola. Pero eso no la importó en absoluto. Tenía a Frank y a sus personajes, sus héroes, de los que se rodeaba a todas horas y con los que respiraba y crecía.

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Es curioso cómo se ordenan las circunstancias. Un misterio. Cuando hace ya muchos años comencé a profundizar en la obra y la vida de Rand me iba encontrando con similitudes que pensamos sólo es posible compartir con alguien de nuestra sangre. Pero lo cierto es que la genética que ordena nuestra estructura invisible es más misteriosa que la que ordena la orgánica. Esa “genética del alma” podríamos decir, revela rasgos comunes en la ideología, perfiles casi idénticos en los entusiasmos, formas simétricas de mirar, coincidencias biográficas inquietantes y sobre todo una comunión en los valores.

Puede que cuando alguien lea este artículo descubra que comparte una genética invisible con Rand, y puede que sólo por eso se sienta menos solo. Puede que cuando termine este artículo esa persona decida ir a conocer por sí misma quién es para ella Ayn Rand. Y dentro de muchos años, si la relación prospera, volverá la mirada atrás y podrá hacer recuento de todo lo que este increíble Aristo le ha aportado para ser mejor. La vida es una posibilidad constante de aprendizaje, pero no siempre tenemos la suerte de tratar con las personas que sacan lo mejor de nosotros en todo momento, ni somos espectadores de los más valiosos ejemplos, ni tenemos acceso a la información que más nos conviene. Ayn Rand era humana y por tanto imperfecta. Pero toda su vida, sus horas y sus días, sus meses y sus años, los dedicó a compartir esa maravillosa visión que tan nítidamente tenía ante sí, la del hombre heroico.

Nuestro segundo Aristo será José Antonio Marina, filósofo, escritor y pedagogo, pensador lúcido, guerrero consumado y aristócrata por derecho propio como pocos lo son. Su misión es educarnos, mostrarnos lo que merece la pena saber para que nuestras vidas sean más ricas, más alegres, mejores. Es un hombre que está en el mundo, que interactúa con él, que quiere cambiarlo. Es un oasis de certidumbre y esperanza en un desierto de inseguridad y flojera. Todos aquellos que quieran mejorar, tienen que saber quién es Marina. Porque acercarse a él es encontrar alegría, respuestas, luminosidad. Es encontrar lo mejor de uno mismo.

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