¿Dónde están los hombres?

El término juventud hoy no sólo implica tener pocos años. Ahora, cuando hablamos de ser joven nos referimos también a una actitud ante la vida. Esa actitud comprende una serie de cualidades entre las que están la vitalidad, el entusiasmo, la plenitud, la frescura, la alegría, el candor, el idealismo… Ser joven es estar vivo. ¿Quién no quiere ser joven? ¿Quién no quiere vivir y sentir la vida al máximo? La juventud ha dejado de ser un periodo en la vida del ser humano y se ha convertido en un ideal de vida. Y lo cierto es que este ideal podría ser maravilloso si fuera bien entendido y usado. Si fuéramos capaces de extraer del espíritu de la juventud todas esas cualidades extraordinarias y a la vez ser conscientes del tiempo, de nuestro tiempo, y de la responsabilidad que la edad y la experiencia proporcionan a quienes ya no son jóvenes de edad pero si de espíritu, el mundo sería mucho más interesante.

Hoy el mundo es un patio de recreo. La juventud se ha erigido como diosa absoluta en todos los aspectos de la vida y seas joven o no, lo que impera es serlo. No en la forma a la que antes me refería, que es escogiendo las cualidades mágicas que hacen de la juventud un “divino tesoro” si no reduciendo el término a otro que ya nada tiene que ver con el ideal: El infantilismo. El mundo ya no es joven, el mundo es infantil. ¿Quién tiene la culpa? Por supuesto esos “adultos sin hacer”, esos hombres del siglo XXI que quieren ser jóvenes para siempre y que creen que actuar como lo hace un adolescente es la llave de la eterna juventud.

Una consecuencia de esa mal entendida necesidad de permanecer joven es, entre muchas otras cosas, que la mayor parte de la industria del espectáculo, el cine, la televisión, internet e incluso los libros que se consumen son creados para un público adolescente. Una película tan tremendamente infantil como Avatar, con una estética de bazar de todo a cien, tan chillona y pastelera como la habitación de una niña de 10 años, parece ser que gusta igual al adulto de 40 que al niño. Que le guste al niño lo entiendo. Es emotiva, sensible, colorida, llena de paisajes imposibles y con una historia fácil que mezcla tecnología, naturaleza y buenos sentimientos. Es una película para niños. Y está bien. El problema es que adultos de 40 años digan que les encantó, y no me refiero a madres reblandecidas que miran a través del ojo de sus hijos y de ese mundo ideal que se presenta, si no hombres hechos y derechos, o mejor, seres del sexo masculino con potencialidad de convertirse en Hombres. Que un tío de 40 años te diga que le encantaría vivir en un lugar así, o que la película es maravillosa y emocionante y que le ha llegado al alma, te hace conjeturar la edad mental, emocional e intelectual de semejante individuo.

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Ser joven es el ideal, por tanto que te guste lo que le gusta a los jóvenes te convierte en joven. Pues no, te convierte en un rezagado emocional e intelectual, en un ser sin formar, sin hacer, con carencias y discapacidades para penetrar el Misterio y acceder a las verdaderas cuestiones, preocupaciones y divertimentos que la madurez ofrece. Ser maduro no es ser aburrido, ser mayor no es ser viejo. Lo ridículo es creer que el alimento que sacia a un adolescente es también el alimento para un adulto. Quien ha sobrepasado los 40 sabe que con 20 años lo normal es creer que lo sabes todo, y es fantástico que así sea. Yo lo sabía todo con 20 años, pero ahora sé más que TODO. Ahora sé todo lo que me queda por saber. Que es mucho.

Pero los jóvenes no saben. No saben qué es lo mejor, qué es lo que tiene valor, lo que tiene calidad. Los jóvenes van a lo fácil, a lo divertido porque está en su naturaleza alegre y despreocupada, porque es un síntoma de la edad. Si a un joven no se le educa permanecerá adolescente para siempre. Si no se le exige, nunca saldrá de su estrecho círculo mental, nunca verá más allá de sus ociosas y caprichosas necesidades. Puede que en un principio no le guste leer a Sófocles, pero hay que partir de la base de que la educación es eso, educar el gusto, educar los sentidos, educar la apreciación. Es entrenarse para entender, para ver lo que merece la pena ver, que casi siempre es más difícil de ver que lo vulgar y lo corriente. No es echar una mirada rápida y decir: ¡Uf! Qué rollo.

Aún así, si después de leer a Sófocles decides que no te gusta, bien, no lo vuelvas a leer, pero tienes que saber quién es Sófocles, qué escribió, cómo lo escribió, por qué lo escribió. Porque lo que hay en Sófocles es el germen de la cultura en casi todas sus manifestaciones. Con los dramaturgos griegos comenzó el teatro, la prosa, la música y a partir de ahí surgieron las novelas, el cine, la opera, el rock… Hay que educar el intelecto, hay que reclamar la importancia de la verdadera cultura. Porque esa cultura existe, está ahí y constituye uno de los mayores logros de la humanidad. Si eres hombre, aprende lo que otros más grandes que tú han hecho por diferenciarse de los animales. Aprende a apreciar. Aprende a leer, a ver, a saborear lo bueno. No es cosa de viejos decir que Sófocles o Shakespeare son genios, es cosa de sabios, de saber apreciar lo que posee grandeza. Y una vez que sabes lo que es la grandeza, tu vida cambia y con ella tus metas y perspectivas.

Este culto a la juventud tiene unas implicaciones mucho más serias de lo que parece porque los adolescentes no pueden y no deben imponer sus parámetros a la sociedad. No pueden, por su bien más que nada, ser “los reyes de la casa”, ser los que deciden qué libro leer, qué película ver y cómo gastar el tiempo en internet. Un adolescente, a no ser que sea un ser especial, no va a coger un libro de John Steinbeck y sentarse a leerlo por propia iniciativa. Para eso está el adulto, para decirle qué debe, sí, QUÉ DEBE, leer, ver y escuchar. El problema es que ese adulto es la mayoría de las veces uno de esos “adultos sin hacer” que no sabe qué recomendar porque él mismo ha descartado entrenar su intelecto, es decir, educarse, y se ha convertido sin apenas darse cuenta en un inculto. Esa torpeza intelectual y cultural, esa falta de fundamento, de certidumbre y ese derroche de relativismo moral son el resultado de unas ausencias imprescindibles. Si la vida ha obligado un hombre a ocuparse de cuestiones más inmediatas como la necesidad de comer y tener un techo en un país en guerra o con peligros inmediatos, puede que no necesite a Sófocles para nada. Puede ser un sabio y un Hombre sin haber leído una línea en su vida, pero eso es lo raro. Lo habitual y lo triste, es que el hombre del mundo occidental del siglo XXI tiene las cosas más fáciles que nadie y que nunca, tiene de hecho todas las posibilidades para ampliar su inteligencia y no las aprovecha. Ese hombre del que hablo no se ha construido a base de dificultades, porque no ha tenido que ir a guerras, no ha estado en la cárcel por sus ideas, no ha tenido que luchar por su sustento, y una de las fuentes, su única esperanza quizá de construirse, con la que podría haber compensado semejante vacío la ha obviado, ignorado. Si no tiene un carácter privilegiado, si no posee una amplia experiencia de la vida, ni un profundo conocimiento de la cultura, de la alta cultura ¿Qué tiene? Ese hombre no puede ostentar ninguna clase de autoridad porque en el fondo, y aunque tenga más años, sigue siendo un adolescente. Su trayectoria intelectual ha recorrido el mismo camino que la generación que le sigue y por eso probablemente él tampoco sabe quién es Sófocles. Seguro que sabe quién es Justin Bieber, porque eso es lo que saben los jóvenes y para “estar en el mundo” y no “quedarse atrás” hay cosas que se deben saber. Si no, eres un carroza. Y parece ser que hoy está peor visto ser un carroza que un inculto. Y no importa que tú no puedas hablar de Shakespeare porque ¿Quién habla hoy de él? Hablarías solo. Lo que importa es que sabes quién es el cantante de moda, porque eso quiere decir que eres joven. Y mejor ocultar la existencia de Sófocles, porque mientras nadie hable de él tú estás a salvo.

El resultado de esas carencias convierten a ese hombre en un cobarde moral. Ese padre ya no trata de ser padre, quiere ser amigo. Ese profesor ya no produce respeto y miedo, tiene que ser un colega. Esos “adultos sin hacer” quieren gustar a los jóvenes porque son ellos los que rigen el mundo, quieren agradarles, no enfadarles, no herirles, hacerles creer que saben y comparten sus intereses. Como si sus intereses y preocupaciones fueran lo más importante. No se dan cuenta de que tanta comprensión, tanta empatía lo único que hace es crear niños mimados, seres ignorantes y egocéntricos de gustos perezosos que creen que la cultura se reduce a “Mortal Combat” y a los vampiros de Crepúsculo. Y es que los niños son niños y toman lo que se les da. Y si lo que se les da es poder de decisión, siempre escogerán lo que menos esfuerzo les cueste. Esa inseguridad, esa falta de autoridad en el adulto se traduce en miedo a no gustar, un miedo que hoy es de proporciones cósmicas. Con tal de no crear conflicto o mostrar intolerancia el “adulto sin hacer”, hace lo que sea, incluso evitar el compromiso que supone administrar una educación. Por eso vemos cada vez con más frecuencia seres mitad animalillos mitad humanos, que son incapaces de mantener una conversación coherente, de escribir una frase sin faltas de ortografía, o de prestar atención más de dos minutos a un tema. No tienen un modelo a seguir, no saben, porque no lo ven por ningún lado, lo que es ser adulto, ser Hombre. Educar no es mantener un dialogo de tú a tú con los niños, no es preguntarles qué quieren y por qué. Es darles aquello que les beneficia, les guste o no. El adulto debe ser su maestro, su guía, su modelo, no su colega. Colegas ya tienen en el colegio. Para crear hombres de verdad hacen falta hombres de verdad.

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La educación es la base de la sociedad. Una sociedad que crece creyendo que el éxito consiste en salir en televisión, una sociedad en la que existen programas con títulos tan significativos como “Operación triunfo”, es una sociedad pueril. Operación triunfo. Como si triunfar en la vida fuera sólo eso, ponerte a prueba una vez, ser juzgado por unas “celebrities” en un momento preciso y ya está. Listo. Después todo serán éxitos. Pero ¿Y si fracasas? Entonces harás lo posible para mantener al mundo pendiente de ti unos minutos más, para que nadie cambie de canal, y llorarás absurdamente y buscarás empatía y compasión, atención en definitiva. Todo queda reducido a un esfuerzo comprimido, puntual y por supuesto televisado. Si los otros me ven no importa el ridículo que haga, al menos me han visto, existo.

Ser visto es una de las necesidades básicas del recién nacido. Dicen los pediatras que cuando la madre desaparece de la vista del bebé, éste no siempre llora porque quiera estar con la madre, si no porque la madre le devuelve la mirada y se siente visto, existe. Hoy ese miedo de criatura parece estar a flor de piel. Es muy significativo que uno de los más exitosos inventos de Internet sea Facebook. En ese patio de colegio virtual se exponen impúdicamente los pensamientos más absurdos, insignificantes o íntimos. Como herramienta de trabajo o para compartir ideas y eventos las posibilidades que ofrece Facebook de llegar a quien está en la otra punta del mundo son fascinantes. Pero como siempre ocurre, cuando a un niño se le da una herramienta, éste la acaba convirtiendo en juguete.

Y a pesar de todo, a pesar de lo que los agoreros del fin del mundo predigan, las cosas están mejor que nunca para ese adulto del siglo XXI. Nunca ha habido tanta abundancia de todo. Ahora muere más gente de obesidad que de hambre. Eso también dice mucho del mundo. Y de lo que el mundo hace con lo que tiene. ¿Qué hace un niño si le das una bolsa de caramelos? Se los come todos, se queja de que le duele la tripa y pide más. Esa abundancia en la que vivimos está al servicio de niños que comen sin mesura y que no saben qué hacer con todo lo que tienen. ¿No hay nadie ahí, como se preguntaba Rey Lear, que pueda decirles quiénes son? Sí que lo hay, pero no quieren escuchar. Yo por ejemplo soy una pesada. Lo sé. No me canso de repetir mil y una vez cuánto valor y belleza, cuanta sabiduría y diversión, cuánta riqueza y verdadera grandeza se esconde en el arte canónico y en la Mitología griega. Cuántas lecciones de vida se nos ofrecen ahí para compensar la suerte que hemos tenido de nacer en una época tan fácil. ¿Sirve de algo mi insistencia? Probablemente de muy poco. Pero puede que alguien, leyendo este artículo piense: ¿Qué querrá decir con sabiduría y diversión si a simple vista son términos opuestos? ¿Por qué tanta monserga con los clásicos? ¿Qué narices me van a enseñar Homero, Rand o Bergman que yo no sepa? La respuesta es: Si no te acercas a ellos, nunca lo sabrás, y como dice Bogart en Casablanca, te arrepentirás, puede que no hoy ni mañana, pero sí algún día y para el resto de tu vida.

¿Dónde están los Hombres? Cabe preguntarse. No se sabe, pero están. Si no fuera así, las cosas no irían tan bien como van. ¿Estás loca? Dirán muchos, si todo está fatal. Mentira. El mundo entero se queja a pesar de que nunca hemos vivido tan bien, con tantas comodidades, con tantos derechos, con tan pocos problemas y preocupaciones. Os diré lo que anda mal. La Esfinge le puso este acertijo a Edipo hace casi dos mil quinientos años: ¿Qué criatura camina a cuatro patas por la mañana, con dos a mediodía y con tres por la noche? El hombre, respondió Edipo sellando su destino. Eso es lo que anda mal. No “Los Hombres”, si no “los hombres”, esos hombres-niños que no saben cómo crecer, cómo dar el salto para dejar de caminar a cuatro patas y convertirse en Hombres. Esos hombres-niños que siguen imaginando que detrás de cada esquina se esconde un monstruo malísimo que es el que causa todos los males del mundo. Esos hombres-niños que inventan conspiraciones y planean catástrofes, y siguen jugando con un dinosaurio gigante que destroza los coches y las casitas previamente colocados por su mano en el parqué del pasillo. Esos hombres-niños que hacen lo que sea para estar acompañados y ser vistos, para no tener que enfrentarse al silencio o quedarse a solas con sus pensamientos. Esos hombres-niños que quieren que todos juguemos en el mismo patio, que todos llevemos el mismo uniforme, que todos saquemos las mismas notas y que se sienten incómodos cuando alguien viene “de calle”, cuando alguien destaca o va por su cuenta. Esos hombres-niños que sólo se sienten cómodos con las visitas, porque es cuando pueden impresionar y mostrar sus cuatro habilidades de monito, pero que evitan las distancias cortas por miedo a que se descubra que ya no tienen nada más que ofrecer.

Hombres-niños: ¡Creced, creced y, sólo después, multiplicaos! Que diría, o mejor, que debería haber especificado el mismo Dios. Creced y haceros Hombres para que sea posible escribir libros épicos sobre vuestras hazañas y conquistas, para que nada se interponga entre los dioses y vuestra voluntad, para demostrar al mundo que todavía se hacen Hombres de hierro, para que los jóvenes os contemplen con los ojos agrandados de admiración y respeto y los días sean contados a partir de vuestros logros y proezas. Sabed que ninguno de vuestros pensamientos y acciones pasan desapercibidos. No lo dudéis, sois vistos, y aquellos que os observan nunca cambian de canal.

PD: Le dedico este post a mi querido y admirado amigo Fernando Sánchez-Dragó, que aunque lo pasó pipa con Avatar, pertenece a esa élite de verdaderos Hombres, siempre jóvenes y cada año más sabios.

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